jueves, 17 de septiembre de 2009

UTOPÍA (III y IV)



NO



No vamos a entregar nuestra alegría.

Seguiremos riendo los chistes sin sustancia

y las bromas neuróticas

de un judío canijo

que ha reducido el mundo a su Manhattan

hedonista y burgués,

con ese pesimismo contenido,

abandono ilustrado, decadencia

de los bien educados en colegios

de élite, banderas

de una inteligencia programada

para subirse al carro,

para tomar las riendas,

para sacarle el jugo

a este mundo sin dioses.

No vamos a entregar nuestra alegría,

ni a luchar contra nadie

para imponer ideas o costumbres.

Haremos nuestra apuesta más sincera

desde cualquier invierno,

desde la periferia,

desde algún descampado del Bronx o de La Mina,

a ritmo de hip-hop,

o mejor aún, por bulerías.

Por más que insistan, no,

no vamos a entregar nuestra alegría,

no vamos a entregar nuestra alegría,

no vamos a entregar nuestra alegría.

En Park Avenue no se comen callos!












[Jesús G. Aguagria.
Proyecto vital en la desembocadura del río Besós. 2008.
Acrílico sobre tela. 162 x 130 cm.]






ESPACIO







Todo podría empezar

en una calle de Cavalo Morto

y acabar cuando tenga que acabar

en un rincón cualquiera,

fantasmal, de la vieja Comala.

Lêdo Ivo sería

una suerte de demiurgo amable,

como un procreador supremo y apacible.

Rulfo, un demonio travieso

dibujando presencias, acordonando

al último de nosotros

entre fiebres y nieblas.

Entre Cavalo Morto,

donde las muchachas aman a los soldados,

y Comala, la brumosa,

donde las sombras fagocitan

la memoria del último hombre,

hay una realidad por escribir,

un jardín que pintar sobre las aguas,

un Himno a la Alegría por cantar,

un árbol exultante de manzanas

que brillan bajo el sol, como si fueran

las monedas perdidas, las palabras

en el sueño del viejo Lêdo Ivo.


























[Jesús G. Aguagria.
Lago en el sueño de Polífilo de F. Colonna. 2009.
Acrílico sobre tela. 60 x 60 cm.]

miércoles, 16 de septiembre de 2009

OTRO APUNTE PARA UTOPÍA



A CARA DESCUBIERTA





Sobre cada silencio

un nombre.


Sobre cada desnudo

un abrazo.


Sobre cada fracaso

volver a levantarse

desafiante.


Sobre cada herida

bálsamo de hombre libre.


Sobre cada pared en blanco,

sobre cada muro consternado,

sobre cada ciudad maltrecha,

sobre cada continente hundido,

sobre cada mundo en llamas,


sobre la sed,

el hambre,

la mentira,


la suciedad,

el caos,

la vergüenza,


el regreso al principio,

a la eterna mirada virginal

de los que no aceptaron

espejos, baratijas ni quincalla

a cambio de su oro,

de sus danzas al sol,

de sus aullidos

de coyote en lo alto de la noche,

mirando de frente a la luna,

a cara descubierta,

mientras fuman -bien cargada-

su maltrecha pipa de la paz.
















[Jesús G. Aguagria. Novena de Beethoven. 2008.
Acrílico sobre tela. 150 x 150 cm.]

...Y LA CARAVANA SIGUE SU CAMINO


La caravana sigue su camino. La poesía no sabe de fronteras, de idiomas ni otros límites. Es, a veces, ingrata, se confunde con las multitudes, se esconde entre las piedras del desierto, aúlla entre los vientos o se vuelve volátil y se mezcla con la arena insidiosa del siroco. Pero vuelve una y otra vez sobre sí misma, sobre sus ecos, sobre su lucidez y su locura. Vuelve y acecha con imágenes inverosímiles a las mentes de aquellos sedientos que, tras la jornada, necesitan un caravansari en el que reposar, en el que compartir las vivencias del viaje, los avatares de la ruta, las inclemencias de una travesía inacabable y los descubrimientos de un camino del que, afortunadamente, todos desconocen el destino. Para los que no se dejan reducir, para los que no se resignan a un mero papel de gregarios, para los que esperan individualizarse y hacerse auténticos a través de la palabra, aquí está este número tres de Caravansari, revista de poesía en lenguas peninsulares, repleto de versos y reflexiones acerca de los versos, de imágenes labradas con mano de orfebre sobre la forma dúctil de la palabra, de viajes a destinos personales que son comunicados y conocidos para goce de todos los que se asomen a sus páginas. Conforman este número tres una entrevista a Enrique Badosa, un dossier de poesía venezolana, otro de poesía andaluza, poemas de Rosa Lentini, Carlos Ernesto García, Andrés González castro, Joan Kunz, Eduardo Moga, Amaia Iturbide, Hedoi Etxarte, Chus Pato, Daniel Salgado, Jordi Valls, Ítmar Conesa, Angela Melim, Jorge Gomes Miranda y Ernesto Sampaio. Se incluyen las secciones habituales con reseñas, artículos y otros contenidos interesantes para los amantes de la buena poesía. En breve podréis consultar el sumario en www.caravansari.com y podréis acceder a todos los contenidos del nº dos, que ya están colgados íntegramente en la web. En breve, también, la revista estará a la venta en las librerías, y estamos intentando establecer un sistema de venta on-line. 118 páginas de encuentro con una idea abierta, crítica y libre de la poesía.


Un par de poemas publicados en Caravansari 3


LOS BARCOS


Arrecia la tormenta.

Los barcos chocan entre sí y se hunden.



Ya no tengo más hojas en el cuaderno.

Retiro los pies de la cuneta.

Me levanto empapado por el agua.



Se acabó la guerra.


[Carlos Ernesto García.
Santa Tecla, El Salvador, 1960].



COMO SI

Como si nada se desmoronase,

celebrando que todo dura

aún

mientras se extingue.



Como si ruina todo,

escombro, sombra y tú

llamándole al destrozo jaramago,

amarillo jaramago.



Arde Troya, arde Roma, Alejandría

arde también, y tú

como si hubiera de durar

aún

este instante fugaz

que es ese ahora,

perdido río abajo.


[Andrés González Castro,
Hospitalet de Llobregat (Barcelona), 1974]

domingo, 13 de septiembre de 2009

AVE, ROMANO!

Eduardo Atilio Romano aterrizó en Barcelona a principios de enero de 2007, procedente de Salta (Argentina), después de una estancia de un par de años en tierras malagueñas. Venía con ganas de tomar posesión de esta ciudad, con un libro editado en Málaga (Estrecho mar) y con un buen puñado de versos en su maleta. Algunos de esos versos se han convertido, a la postre, en su libro recién publicado, Qosqo (Buenos Aires, El suri porfiado, 2009). Uno de sus primeros contactos en Barcelona fue Jordi Valls, quien no dudó en hablarle del Aula de Poesía y enviarlo a una de nuestras convocatorias de la Revista Parlada. Romano, que tenía verdaderas ganas de entrar en contacto con los foros poéticos de la ciudad, no dudó en dejarse caer por Cincómonos un día de grato recuerdo en que nuestros invitados, creo recordar, eran José Carlos Cataño y Albert Roig. Trajo con él su Estrecho mar, que tuve ocasión, posteriormente, de leer con verdadero placer. Así nació una buena amistad y un conocimiento mutuo de nuestra poesía. Cuando ya tenía finiquitado su libro, me pidió unas palabras acerca del mismo, que han acabado conformando una especie de epílogo de la obra. No digo más. Prefiero que leáis, si os apetece, el estupendo prólogo de Robert Gurney, el texto que servidor escribió y algunos de los poemas que componen Qosqo. Tomad aire y bebed este licor a sorbos cortos, porque es un néctar concentrado y potente, como los mejores aguardientes de Salta.








 
Qosqo describe un recorrido, un doloroso viaje. El punto de partida es el Nuevo Mundo, en el Cuzco. El título del libro subraya la raíz Inca del poeta. Nos enteramos al comienzo del libro que el poeta siente que está perdiendo su identidad. Su amor, y se sospecha, su vida se han convertido en rituales. Se pone en marcha con la idea de la fertilidad en tierra extranjera. Esta es de habla catalana. En el viaje percibe que se está desvinculando del colonialismo, de los efectos que éste ha tenido sobre él. Irónicamente dice que el oro que lleva en un diente puede haber sido sacado de sus ancestros. Huye al Nuevo Mundo, el cual es, en efecto, el Viejo Mundo. Aquí, también, tiene problemas. Llega en el momento en que acaba de terminar el Carnaval. Se traslada de un lugar en donde el terreno está impregnado por la cultura Inca, el norte de la Argentina, a un poblado imbuido, en la superficie, por el folklore catalán. En cierto modo le es familiar. Se siente un hombre libre cuando llega. No dobla las rodillas y tampoco se presenta acompañado de regalos. Encuentra a un chamán que ve a través del ojo de Dios. No obstante, este nuevo mundo (para él) es inhóspito. Todo tiene algo de monótono, hay una igualdad que lo excluye. Comienza a encontrarse a sí mismo y establece su identidad en oposición a esta nueva realidad externa; no está tan seguro de que la gente de este nuevo mundo sepan quienes son: ¿Vosotros sabéis quiénes sois? El Inca en él se impone en cómo ver las cosas. Este descubrimiento o redescubrimiento, de quién es realmente, se dilucida por lo que experimenta al mirar los aros de oro en las tiendas. En ese viaje se descubre. Oye los gemidos de sus antepasados cuyo sufrimiento construyó España. La imagen de una cruz en un cráneo en un museo le recuerda cómo su cultura subyacente se caracterizó por la colonización. El poeta está a una distancia de todo esto: no tiene callos en las manos pero sigue oyendo los gritos de las víctimas dentro de su cabeza. Su definición de sí implica sentirse conectado a los chamanes de la cuenca del Orinoco. La idea de mago o vidente, desarrollado por Rimbaud, se hace referencia cuando dice que él es un descendiente de los chamanes pero luego se traslada a la noción de la libertad de los hombres (el noble salvaje Rousseau) conceptos que contrastan con el hierro y el movimiento mecánico del mundo industrializado. Su reacción a la figura de Colón de pie cerca del mar en Barcelona, señalando con el dedo, es que tiene la sensación de que Colón todavía sigue siendo prejudicial para America Latina, que sigue causando dolor en sus entrañas (la opinión de Galeano). Es como si, para él, el espíritu de Colón, precursor del colonialismo, todavía está vivo. Siente que el lugar es una amenaza y que él, el poeta, ha olvidado su pasado, y que lo que tiene entre sus dedos no es nada. El Viejo Mundo, su nuevo, nada le ha dado. Incluso el acto de escribir se asocia con el dolor. La imágen sorprendentemente surrealista de un gigante con alas que come, como un caníbal, los huesos del poeta, bebe su sangre y vomita su futuro, relacionado con los gigantes de Montserrat, describe sus sentimientos religiosos a nivel de su ser “castillanizado”, así como sus sentimientos políticos como ser colonizado.

Este es un poderoso libro en el que el poeta aborda el tema esencial de la identidad. Trata de un viaje físico, desde una tierra, una vez influenciada por los Incas, a una ciudad situada en la antigua (y quizás todavía activa) potencia colonial. El poeta dibuja la trayectoria entre los departamentos de Cuzco a Barcelona. Es también un viaje ontológico. Se traslada de una situación asfixiante, en un sentido, y en este proceso llega al conocimiento de su núcleo vital Inca o antigua sabiduría espiritual. La soledad de la persona en su sufrimiento y una cierta aceptación de cómo son las cosas resumen la posición final de su libro. Uno siente que el ejemplo de César Vallejo, con su profundo cuestionamiento religioso, no está nunca muy lejos de la mente del poeta. Se puede vislumbrar al poeta peruano sentado en ese banco del patio familiar en Santiago de Chuco, tranquilamente, tal vez irónicamente, por lo menos estoicamente observando a Romano. Después de todo, él, Vallejo, había hecho el mismo viaje.


El estilo del libro es minimalista y efectivo. Sustantivos y verbos llevan el marcado sentido del poeta. Los adjetivos se utilizan sólo con moderación. El poeta comunica su mensaje con fuerza y con una claridad refrescante.
Como se ha señalado anteriormente, el poeta se ve caer en una profunda Sabiduría Inca, que él considera existir, en un momento, como una base, dentro de él. El libro termina con el afloramiento de esa sabiduría:

De las cosas de esta vida


una tan sola es verdad


la pena de cada uno


que no saben los demás.


El poemario finaliza así con una nota de calma. El poeta encuentra enterrado el consuelo de la sabiduría del norte de la Argentina. Esa sabiduría sale de su interior, y se expresa en lo tradicional, la copla popular, y en la lengua del colonizador. Ahora no hay sugerencia de sentirse asfixiado por lo impuesto, por la cultura de la superficie.
 
Robert Gurney
Londres, Enero de 2009




PUPIL·LA
 
 
Nada se escapa,
veo
el batallar de tus pupilas
sin fondo.
 
Tomarás todo lo que quieras:
absorto quedo en el campo de batalla.
 
 
  
RITUAL
 
 
 
Hice por última vez el ritual
para poder embarcarme
y ofrecerme a los dioses.
 
Sé que me llevan
a otras tierras
para labrarla
para ser su abono.
 
 
 
 
EL VIATGE
 
El viaje me lleva.
Atrás,
la serpiente
la copla
y el lamento de los amigos.
Las noches aprisionan
y en la sima
no hay peces
ni tierra firme.
Antes de llegar
me libero;
el peso del hierro ya no duele
el sable conquistador ya no lastima.
 


RESPIRACIÓ
  
El oro se mueve de un lugar a otro
busca respirar,
el ahogo
le entra por los ojos.
En el fondo
de la barcaza
nadie lo escucha
ni lo ve desangrarse.



 
CARNESTOLTES
 
 
El carnaval ya se ha ido;
navego sobre estas aguas tronadoras
con el miedo a cuestas
y pienso si en algún instante

tocaremos lo profundo
para unirnos a la tierra.
 
 

EL BRUIXOT
 
Yo soy el brujo
el hechicero
el chamán:
 
El que ve
por el Ojo de Dios.



REIAL
 
 
Otra vez
estoy aquí
 
surqué el Real Mar
 
para llegar a esta orilla.

 
Hoy no me postré.
Ni traigo dulces.



 
MOVIMENT MECÀNIC
 
 
Traigo
el suave perfume
del viento blanco
su columna al aire,

también canciones
danzas de mis abuelos
los chamanes
del Orinoco.

La cruz
el hierro
el movimiento mecánico
de los hombres
no nos sirvieron de nada.


Poemas extraídos del Libro QOSQO, suri porfiado, Bs.As., 2009.





MIRANDO AL SUR


En medio de su cuerpo


crecen olas lamiéndolo y quebrándolo


Héctor Viel Temperley


 
Enrique Molina escribió que la poesía –cuesta aprenderlo- relata sucesos igual que la novela o la historia. Pero lo hace desde la raíz, en el foco de una experiencia esencial que rescata de
cada cosa su incandescente totalidad.* Esa totalidad, en la poesía de Eduardo Atilio Romano, abarca un acá y un allá, a la manera, tal vez, del Cortázar de Rayuela, y abarca también el espacio que comprende la distancia entre ambos extremos, un espacio que es inmensidad, que es peligro, que es la brutal soledad de quien se halla inmerso en la travesía. Así, origen, tránsito, destino se funden conformando un todo que es biografía, pero que es también imaginería, iconografía, motivo visual para adentrarse en otro océano tan complejo como el que divide dos continentes: océano poético, travesía lírica de un escritor de versos que puede ser, en cierto modo, nómada y solitario como Viel Temperley, pero que no emplea el agua, tal el caso de éste, como elemento de canalización hacia Dios (ni aún tratándose de un dios a través del cual buscarse), sino que la convierte en medio para buscarse y hallarse a sí mismo, sin la mediación de la trascendencia. El planteamiento de Romano es, por tanto, humanista, de un humanismo crudo y despojado, que remite, de nuevo, a la enorme soledad (esta vez metafísica) de la travesía. En su último libro de poemas hasta la fecha, Estrecho mar, nuestro poeta utilizaba la metáfora del océano como vasta línea divisoria y, al mismo tiempo, como nexo de unión, como enlace entre una orilla y otra, y como punto de apoyo clave en la dialéctica pobreza / riqueza, pasado / futuro, negación / afirmación, oscuridad / claridad, valiéndose de una escritura que presenta en dosis equilibradas la expresión de la palabra y la expresión del silencio, elemento éste imprescindible en el poema, pues oxigena la concentrada lírica de la que hace gala nuestro autor. Pero Qosqo, que mantiene y perfecciona el canon estético de su antecesor, da una vuelta de tuerca más respecto a aquél, pues nos muestra al “yo” poético rememorando la aridez de la travesía, pero nos lo presenta también tomando posesión de la tierra prometida, esa Europa ansiada por todos los que se lanzan al estrecho mar y que se muestra indiferente, esquiva e incluso hostil con la mayoría de ellos. El personaje poético de Qosqo realiza una maniobra de aprehensión del lugar de destino, y entre el extrañamiento y la perplejidad del recién llegado, empieza a dar muestras de esa toma de posesión, de esa integración que deviene condición indispensable para quien ha emprendido la aventura de atravesar las aguas en busca de oportunidades. No resulta extraño, por tanto, que Eduardo Atilio Romano formule los títulos de los poemas que conforman Qosco en catalán, como muestra de esa aprehensión del lugar de destino a la que antes hacía referencia, como evidencia de la seguridad y familiaridad con las que el poeta se va desenvolviendo en la Barcelona de nuestros días y, si se me permite, como síntoma claro de su apreciación del enorme potencial poético de la lengua catalana, que el autor incorpora desde ya a su universo lírico como una influencia latente que, sin duda, obrará su progresión en un futuro no muy lejano.
Pero esa toma de posesión no implica ni renuncia al origen, ni abandono de su identidad, ni desmemoria. Contrariamente, allí donde la sensación del origen y de la travesía empieza, de algún modo, a diluirse, alcanza la memoria, como hecho intelectivo, para reemplazarla. La memoria es, empero, infinitamente más poderosa: redimensiona la amplitud de la sensación y le otorga un poder simbólico de una potencia abrumadora, porque nace del interior del “yo”, convirtiendo lo meramente sensitivo en verdadera emoción. De ese modo también la geografía del destino incita al juego de las analogías, y Qosqo (voz quechua que podría traducirse como el ombligo del mundo, pero también centro vital de la energía corporal donde residen los sentimientos, y de ahí el humanismo al que hacía alusión más arriba, pues el centro del mundo radica en el interior del individuo) deviene Torna Qosqo entre las piedra mágicas de Montserrat, donde el “yo” poético continúa labrando su identidad, ese todo que acoge en su seno al yo del origen, al del tránsito y al del destino, un destino que sigue siendo tránsito, porque ni la sabiduría de los versos ni la inteligencia de su hacedor pueden prever a ciencia cierta lo que deparará el futuro, y porque ningún ser humano –menos aún el nómada, el exiliado- puede vencer definitivamente su desamparo y su angustia existencial ante un mundo que le niega tanto como le afirma.
De regreso a las palabras de Enrique Molina con las que iniciaba esta breve introducción, y a la
experiencia esencial que rescata de cada cosa su incandescente totalidad, observamos que en los versos de E. A. Romano esa totalidad se bate dialécticamente con la escisión que anida en el interior del “yo” poético. Toda dialéctica, para ser fructífera, necesita resolverse en algo nuevo, distinto y ontológicamente superior a los términos que lo ocasionaron. En este caso, la dialéctica da como fruto un sujeto más rico en su bagaje, más completo en su comprensión, más sensible al conocimiento del “otro”, precisamente por haber alcanzado un mayor conocimiento de sí mismo.
Antes de poner el broche final a Qosqo recurriendo a los versos de una copla de las que acostumbran a cantarse en tierras de Salta previamente a la apertura del Carnaval, durante el
Jueves de Compadres, el personaje de Romano reafirma su posición, mira al sur, mira a los otros y se ve a sí mismo. Se ha hecho ya parte integrante del paisaje. Se sienta y escancia el vino agridulce del recuerdo, en un ritual que le hace más humano, más catalán, más salteño y más poeta.



J. A. Arcediano
Barcelona, marzo de 2009


_____________________________________________


* Sobre Carta de marear, de Héctor Viel Temperley. Citado
por Julio César Galán en Aprender a nadar: la poesía
samurai de Héctor Viel Temperley. Cuadernos
hispanoamericanos, 695, p. 95 – 100, mayo de 2008
.



AVE, RELLO!

Para los que le conocen, para los que no le conocen, para los amantes de la buena poesía, para los despistados que leen versos por primera vez, para los de la experiencia, para los silenciosos, para los esencialistas, para los clásicos, para los innovadores, para los eclécticos, para los desesperados, para los ilusionados, para los escépticos, para los ingenuos, para los despiertos, para los aburridos, para los que le conocen (joder, que me repito!). Para todos, sí, per tutti, como la buena tónica (con sus gotas de gin, claro, o sin ellas también). No sé si la crítica se atreverá a pasarlo por alto (cosas peores hemos visto), no sé si los buenos catadores llegarán a degustarlo, pero este libro destila el mejor caldo de cultivo para las sensibilidades avisadas. Rello tuvo a bien invitarme a participar en la fiesta poética de su Libro de cuentos, y así nació este prólogo que os transcribo y que ojalá os anime a buscar el libro y empaparos con su magnífico universo poético. Os dejo también un par de poemas pertenecientes al libro, para que tengáis un tast de esta maravillosa obra.







PARA QUE EL TIEMPO NO ABATA EL RECUERDO

Borges escribió alguna vez que hablar abstractamente de poesía es una forma del tedio o de la haraganería. El gran escritor argentino no albergaba duda alguna respecto a que la poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro.[1] Pese a ello, y a pesar también de mis reservas acerca de la utilidad de este tipo de textos a los que llamamos prólogos, me propongo situar algunas palabras entre lector y poemas, con la esperanza de que despierten alguna suerte de curiosidad en el primero, que le incite a la lectura de los segundos, prescindiendo, si ello fuera necesario, de las elucubraciones y desatinos del llamado prologuista.

Mateo Rello es un poeta experimentado, a pesar de haber dado a los lectores, hasta la fecha, un único libro de poemas, titulado Orilla sur, publicado por Ediciones del Grupo León Felipe en 2003. Experimentado porque su relación con la poesía es continua y constante, además de saludable: a través de la lectura de clásicos, modernos y contemporáneos; por medio de la edición, desde la dirección de Caravansari, revista de poesía en lenguas peninsulares; a través del cultivo de la atmósfera, mediante su participación en multitud de recitales y encuentros poéticos; y a través –por supuesto- de la escritura, ejercicio en el que no ha cesado a lo largo de los últimos años. Esta confluencia de facetas ha ido trazando poco a poco un camino y una distancia respecto a su creación anterior. Orilla sur es un libro excelente al que apenas podríamos dirigir reproche alguno, pero el poeta Mateo Rello ha avanzado poéticamente hacia territorios más conmovedores, más sorprendentes, más líricos, más ricos en su grado de sugerencia, más hermosos y más interesantes para el lector.

Libro de cuentos constituye una apuesta valiente de su autor, en un panorama poético que parece dirigir su mirada mayoritariamente en otras direcciones estéticas. No hay casi nada en esta obra de las tendencias realistas más recalcitrantes, ni de los alardes conceptuales más “hondos”, ni de la reconcentración y el mutismo de otras poéticas más –por decirlo de algún modo- herméticas. Libro de cuentos sigue su propio camino, el camino trazado por su autor con mano firme y sin la necesidad de verse auspiciado o respaldado por el calor de credo poético alguno.

Aún así, nada de lo que airea Rello en sus cuentos desdice a sus ancestros poéticos; nada, por contra, le vincula a ellos trivialmente, sino de una forma meditada, interiorizada, aprehendida. El nexo no visible inmediatamente con Pessoa es ese gusto (o esa necesidad) de multiplicar su voz y modular con ella tonalidades insospechadas para cualquier poeta, amén del pesar por tener que vivir la decadencia de los siglos posteriores al desencanto del alma. Esta última noción la comparte también, posiblemente, con Baudelaire, otro de los visionarios con respecto a las consecuencias de la utilización poco escrupulosa de los ideales de la Ilustración a la hora de sentar las bases y afianzar el desarrollo de una sociedad industrial tecnificada. El intuíble nexo con Gil de Biedma, otro adicto a las ciudades que poseen –todas- algo de la Barcelona de ambos. O ese Horacio, para mayor abundamiento, del que bien pudiera haber adquirido nuestro poeta su tendencia a la gracilidad del verbo y a la pausada, cadenciosa música, y de quien bien pudiera también haber tomado esa capacidad de orfebre para ir recreando pacientemente su bordadura sobre la plateada y deslumbrante superficie del papel, siguiendo la máxima del gran poeta latino: censurad el poema que no han corregido muchos días y muchas tachaduras no han pulido diez veces hasta poder desafiar a la uña mejor cortada.[2]

Ese camino, al que no me atrevo a adjudicar un apelativo, en este su Libro de cuentos dirige la mirada a dos ejes fundamentales que atraviesan la obra de extremo a extremo: la historia y la ciudad. Ambas construcciones del hombre ligadas estrechamente entre sí y a la vez marco ideológico y social (político), respectivamente, que condicionan el devenir del ser humano, del individuo, en su trayectoria vital.

Pero la mirada histórica de Mateo Rello tiene una peculiaridad, no es una mirada meramente retrospectiva, un volver la vista atrás con la pretensión de dotar de coherencia al relato o relatos de los hechos, sino que se resuelve introspectiva, convirtiendo la historia en un acontecer íntimo, de tal modo que, a la idea de construcción, de acumulación de estructuras sobre los hechos concretos, suma la de un devenir sentimental o emocional, contribuyendo a elaborar una comprensión diferente del relato histórico, deudora, en gran medida, de lo popular y, sobre todo, de lo mítico, lo que trae a nuestro recuerdo las palabras de Steiner, quien afirma que la mitología es algo más que historia hecha recuerdo; pues el mitólogo –el poeta- es el historiador de lo inconsciente.[3] En esto último estriba uno de los grandes logros de este Libro de cuentos, en la indagación a lo largo de las zonas más neblinosas y opacas del inconsciente, tratando –siempre con éxito- de rescatar para la conciencia el valor incalculable de sus impresiones, sensaciones y emociones. Así, Rello crea un personaje quie atraviesa los siglos y que mira con los ojos, pero también con el corazón, con la luz del espíritu (perdón por la grandilocuencia del tópico) a personajes como Caín, Solón, Herodoto, Homero u Horacio, alcanzando un extraordinario grado de empatía con cada uno de ellos y con su esfuerzo, en palabras del propio Herodoto, por que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones de los hombres (palabras a las que Rello otorga una forma más poética y más concisa, a saber, para que no se pierda lo ocurrido entre los hombres, poniendo el dedo en la llaga, es decir, en la sensación de pérdida que embarga, a lo largo de todo el poemario, a su “yo” poético). Personalmente, creo que nuestro poeta prefiere a Herodoto antes que, por ejemplo, a Tucídides, además de por ser aquél el “padre de la historiografía”, por sentirlo más próximo a su idea romántica, si se me permite la expresión, de la historia, y más maleable a su concepción de ésta como cuentos que se transmiten de generación en generación. Tucídides, decididamente, no le sirve, por ser más presuntamente riguroso con las fuentes y por haber sustituído facticidad por causalidad.

Por lo demás, personajes como Homero (el múltiple, / el hipotético, en los versos de nuestro autor) son traídos tal vez a Libro de cuentos con la intención de mostrar que la poesía es anterior a la historia y que durante largos siglos se ha erigido en el principal vehículo de ésta, aunque algunos críticos y poetas de nuestra más estricta contemporaneidad consideren (tal vez con algo de razón) que en nuestro tiempo una poesía entregada al relato de los hechos sea abiertamente reaccionaria.

Hay un hecho que Rello, en su ejercicio encaminado a hacer consciente lo inconsciente que se agolpa en el “yo” que mira hacia adentro al mismo tiempo que mira hacia atrás, no soslaya: a veces la historia se compone también de ocultamientos y de omisiones, ya sean éstas accidentales o deliberadas. Esos ocultamientos, como en el caso de Herculano (hoy Ercolano) -sepultada bajo las cenizas y la lava del Vesubio- acaban convirtiéndose, en ocasiones, en el mejor modo de preservar el conocimiento del pasado.

Pero la mirada atrás, que es simultáneamente mirada al interior, practicada por nuestro poeta tiene todavía una connotación más, un componente que podría calificarse de nostálgico y que conduce a su personaje poético hacia una especie de hedonismo vinculado a la otredad, y que enlaza directamente la historia colectiva con la personal. El “yo” poético intenta evocar el continente hundido de la infancia, una Atlántida que, pese a los esfuerzos del personaje, no puede ser rescatada ni tan solo mediante ese ejercicio de evocación, lo que obliga a profesar un cierto optimismo individual que hallaría algo parecido a una correspondencia con las teorías que señalan la existencia de una reiteración cíclica en los acontecimientos históricos. De ese modo, la historia (la personal, la colectiva) sería algo así como un volver a empezar, con el entusiasmo del que afronta la empresa más fascinante. En lo individual, ese volver a empezar necesitaría apoyarse en la idea del juego (de ahí la importancia de fijar la mirada en la infancia) como principal aliciente para vivir una existencia plena. La fantasía, la magia, lo lúdico como ingredientes imprescindibles a la hora de colmar ese hedonismo vinculado a la otredad, que puede ser satisfecho, por ejemplo, mediante el juego amoroso.

Para cerrar estas breves reflexiones acerca del tratamiento de la historia que observo (y que entiendo son discutibles) en Libro de cuentos, creo que todo lo anteriormente dicho puede verse contenido en una sola idea: si la tradición poética, cuando se ha remitido a la historia, ha adoptado habitualmente maneras épicas, Mateo Rello, con habilidad y dominio de las ideas y los tempos, sitúa su personaje entre la épica de la acción y la lírica del pensamiento. La historia, o más bien las historias, necesitan un espacio en el que ser recreadas (al margen del lugar, el topos en el que –o sobre el que- acontecer, del que nos ocuparemos enseguida). La manera de abarcar todos los relatos y todos los escenarios es la interiorización, la espiritualización de la narración histórica, como materia que ha conformado el carácter de los hombres y mujeres y, por lo tanto, de los poetas; y eso requiere una puesta en escena eminentemente lírica, tal el modo en que aborda Rello la cuestión.

Referirse al topos, al lugar geográfico, al escenario físico donde acontece la existencia es , obligatoriamente, hablar de la ciudad. La ciudad, igual que señalábamos anteriormente con la poesía, existe con anterioridad a la historia. El génesis da cuenta de ello, y esta circunstancia no la pasa por alto el poeta, que sitúa en Caín y en su descendencia el punto de partida del hombre como animal político, siguiendo este hito de la tradición judeo-cristiana:

Salido, pues, Caín de la presencia del Señor, prófugo en la tierra, habitó en el país que está al oriente del Edén.

Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y parió a Henoc: y edificó una ciudad que llamó Henoc, del nombre de su hijo.[4]

Pero la ciudad, creada por el desterrado, produce a su vez nuevos desterrados, surgiendo así, en el mismo momento del nacimiento, la dialéctica entre arraigo y desarraigo, tan propia de la existencia del ser humano a lo largo de siglos y milenios. Lo fundamental de esta idea es, no obstante, que el desterrado del paraíso busca el modo de construir artificiosamente un nuevo edén en el cual, a semejanza del originario, poder resolver satisfactoriamente todas sus carencias y recuperar la seguridad y la felicidad perdidas.

La ciudad es el punto donde cobran su máximo vigor los anhelos de hombres y mujeres, y donde esos anhelos se ven defraudados. Donde el individuo alcanza a intuir su identidad y donde comprueba tristemente que la ha perdido. Donde es capaz de sentirse en casa para después comprobar que no es sino un extranjero más. Ese topos le ofrece, en términos geográficos, físicos, lo que su devenir existencial en términos espirituales: las sensaciones más gratificantes y las más nauseabundas, la expectativa mayor y la más grande caída. La ciudad, las ciudades del pasado conservan, a los ojos intro-retrospectivos del poeta, su esplendor, su aroma, su magia. Sin embargo, la ciudad contemporánea, aunque retiene ocasionalmente algunas reminiscencias de lo anterior, acumula un peso difícilmente soportable, el peso de una decadencia irrefrenable, que se descarga sobre los hombros frágiles del individuo, ya agotado anímicamente por los efectos de la racionalización a ultranza impuesta, como indicábamos al principio de esta introducción, por la deficiente o tendenciosa comprensión y desarrollo de los valores de la Ilustración. La razón instrumental, engendro deforme de aquélla, al que se enfrentaron Adorno, Horckheimer, Benjamin y otros miembros de la Escuela de Francfort (en filosofía) o Baudelaire, por ejemplo, en poesía, ha arrasado con gran parte del talante amable y acogedor de la ciudad. Pero cabe decir que el “yo” poético que Rello pone en juego a lo largo de los versos de Libro de cuentos, intuye o presiente ya en la ciudad del pasado las manifestaciones de un modo previo de destrucción: la paulatina degradación y descomposición moral y espiritual a la que poco antes hacíamos referencia. Aquellas ciudades ya han iniciado un recorrido involucionista que deja tras de sí un rastro de luces y de sombras. En sus sombras podemos palpar las señas más evidentes de la corrupción de un modo de vida; en sus luces, la nostalgia –anticipada o real- de lo que empieza a manifestarse ya , o está, de facto, irremisiblemente perdido, y que se halla en la propia esencia de la ciudad: también, ciudades, vuestra identidad / (...) comprende vuestro fin: la destrucción.

La ciudad que retrata Rello poco tiene de casual o de fortuíta. Responde, más bien, al talante y al temperamento de los hombres y mujeres que la habitan. Ninguna forma vuestra es gratuíta, escribe. Todo en la ciudad responde, primeramente, a la ensoñación del ser humano, y finalmente a su incapacidad para recrearla tal y como la soñó. De la ensoñación es responsable, en cierta medida, la literatura: Sé que sin Piranesi y sin Calvino, / sin Lovecraft y sin Dunsany, sin Poe / no hubierais sido como os soñé. La ciudad de Rello, además, casi siempre tiene un puerto, una apertura al mar, que se me antoja una vía de escape, una salida a la inmensidad, al impresionante espacio abierto en el que poder llenar los pulmones de un aire no viciado, en el que experimentar la soledad necesaria a toda criatura, o a través del cual emprender la huída, después de haber transgredido los límites encorsetados del engendro urbano.

Entre toda esta amalgama de ideas (bien estructurada en los versos, mal relacionada aquí), el poeta tiene tiempo y ganas de rendir su particular tributo a algunos de sus autores de cabecera o a aquellos cuya obra y/o biografía despiertan en él más simpatías, homenajeando, por hacer alguna mención, a la literatura fantástica (Dunsany), de terror o suspense (Poe), de viajes (Conrad), de aventuras (Stevenson), e incluso desplegar una encantadora capacidad de fabulación en lo tocante a sus aportaciones pseudobiográficas en alguno de los personajes aludidos.

Me queda casi nada por decir. Celebrar la recuperación y el regreso a escena de dos de los heterónimos del autor, Fernando Silva y Liberto Acina, ambos con su peculiar registro creativo y su particular modo de arder en el fuego de la historia, en la imparable hoguera del tiempo, y que dan cobertura poética a algunas de las inquietudes ideológicas de Rello. Y celebrar también los apócrifos de Delia Galilea, que nos conducen a un final exquisito y apoteósico en el que la existencia es afirmada categóricamente como tránsito, no existiendo el refugio definitivo, sino solamente la nostalgia de aquéllos que lo fueron momentáneamente y nos brindaron su protección, su abrigo, su aroma de hogar imposible:

Tener

esperándonos, ningún hogar.

Ni entre las llamas,

más atrás,

ni en los incendios de mañana.






J. A. Arcediano

SVH, febrero de 2009



[1] Jorge Luis Borges. Siete noches. “La poesía”. Madrid, Alianza Edit. 2002. Pp. 107 y 105 respect.

[2] Horacio. Epístola a los pisones. 290-300.

[3] G. Steiner. Lenguaje y silencio. “Homero y los eruditos”. P. 164.

[4] Génesis. IV. 16-17.





POEMAS DE LIBRO DE CUENTOS




El desterrado se detiene,

mirada adentro, el incendio le persigue,

araña el suelo y en las yemas

de los dedos siente

agitarse las chozas y rebaños,

las torres y palacios,

las calles populosas,

siente los siglos y las revoluciones,

el arrojo, la infamia, la venganza pero no la pureza―,

las canciones y cuentos de las generaciones...


[Mira: es Caín]









Es el ocaso. Arden,

en torno de la nave,

el oro y el carmín

de tantas islas.

Tú y yo nos aquietamos;

la hora nos encuentra en un silencio

suntuoso y espeso. Callamos

y te cojo de la mano.

Delante nuestro,

el inconmensurable ciego

que murmura mientras mueve los dedos.

Te digo: “Largas y breves, está contando

las sílabas de un verso”.

Su misterio es antiguo,

de una tierra entre ríos, de donde vino el canto.

Orlado por la luz, desdibujado en sus contornos,

se diluye en un ámbito inquietante,

él múltiple,

él hipotético,

sombra de sombras que, bastón en mano,

fueron, como irán, de pueblo en pueblo

a salmodiar noticia de las cosas,

él múltiple,

él hipotético:

su canción es de todos y él, ninguno.

Le señalo y te susurro:

Es Homero.


[Es Homero]













Menos sensibles que las bestias,

no supimos leer en el Gran Libro

los signos de temblores y calor,

de prolongados y estremecedores

aullidos a las últimas lunas

todo el desasosiego

de aquel paisaje ubérrimo.

Dormirían largos siglos

las joyas minuciosas, los vivientes frescos,

los procaces grafitos clandestinos

en la opulencia de las calles.

Y los cuerpos

en sus nidos

en sus nichos de lava, cuerpos que tocábamos

en el festín de aquellos días.

La suerte bajo forma de navío griego

nos alejó en la hora precisa

entre blasfemias y una cósmica

sensación de desamparo―,

cumplida la sentencia de aquel mundo.

Hoy hemos vuelto a ver,

en el Archeologico de Nápoles,

la gran llave de hierro que guardaba la casa

donde bebimos y gozamos a la sombra del amigo

en los últimos, luminosos días

de Herculano.


[Huyendo de Herculano]